Series, películas, música, moda… De un tiempo a esta parte los medios de comunicación nos traen retazos de aquella década, transmitiendo un mensaje de felicidad absoluta y sueño convertido en realidad.
Los 80 fueron mis 20.
Siempre he considerado un privilegio vivir la juventud en aquella época en la que se podía hacer y decir. Estrenamos libertades. Libertades que nuestros padres no habían conocido o que les fueron tan pronto arrebatadas que apenas podían recordar. En un país con una democracia recién estrenada, tras tantos años grises, había hambre de luz, de risa, de palabra… era el caldo de cultivo perfecto para que una generación que brotaba a la vida se tirase de cabeza al mundo.
El salto fue sin red.
Los 80 no fueron sólo movida y estética glam, new wave y punk.
Irrumpió la dama blanca y el sueño se convirtió en pesadilla. Y así fue como la generación de la libertad se convirtió en la generación de la esclavitud, como la década de los 80 se convirtió en la década de la muerte.
Sin apenas información, y con el atrevimiento que da la ignorancia, una generación preparada para vivir, retaba a la muerte día a día, en un reto absurdo e infinito, adentrándose en una espiral de necesidad y miedo, arrastrando en su vorágine y su sufrimiento todo su alrededor.
La heroína se adulteraba con polvos de talco, yeso, azúcar, aspirinas machacadas, polvos de ladrillos e incluso estricnina. Las jeringuillas se compartían extendiendo la trasmisión de enfermedades por contagio. Se utilizaban materiales contaminados en la inyección. Esto hizo que la gente muriese por adulteración o por sobredosis cuando la heroína era de una pureza mayor a la habitual. Una parte importante de la generación de los 60 y 70 murieron en las cárceles y en las salas de infecciosos de los hospitales. Y en la calle.
Preparados para vivir, no para morir, porque nadie está preparado para la muerte.
Luchamos todos y perdimos todos.
Perdimos libertades y perdimos personas. La libertad de expresión, porque no se acalla a nadie prohibiéndole hablar pero es muy fácil callar cando no hay nada que decir; las voces inquietas de una generación rebelde fueron silenciadas a golpe de jeringuilla. La libertad de acción, porque no existe ninguna meta cuando uno no tiene a donde ir; futuros impedidos por muertes a destiempo. La libertad sexual porque sin tiempo y sin ganas, irrumpió el sida, cercenando cualquier atisbo de deseo que pudiese quedar. Y sobre todo, perdimos a aquellos que se quedaron en el camino, luchando día a día por unas horas más. No conozco a nadie de aquella generación que no haya sufrido la muerte de algún ser querido; hijo, hermano, pareja, amigo, a consecuencia de la heroína entonces, o de sus secuelas después.
Luchamos y perdimos todos. Pero sobre todo ellas; las madres. Ellas fueron las auténticas heroínas de aquella década. Ellas dieron todo, arriesgaron todo, para intentar salvar a sus hijos, sin cejar siquiera ante la muerte de ellos, porque quedaban más, porque todos eran sus hijos, porque se convirtieron en una sola madre . Vimos a miles de madres implicarse en movimientos que reclamaban la atención a una juventud enferma, que gritaban la inasistencia y la falta de recursos; sin apoyo político ni policial denunciaron establecimientos donde se vendía heroína. Ellas fueron las verdaderas artífices que sentaron las bases de lo que posteriormente fue la red de drogodependencias cuando no había ningún apoyo de la Administración. Fraguaron asociaciones y consiguieron contactar con médicos y profesionales que fueron adquiriendo experiencia en el tema a base de trabajo y voluntad.
En 1985 el primer gobierno del PSOE aprobó el “PIan Nacional contra la Droga”.
A partir de ahí, poco a poco, se va tejiendo una red asistencial que permite una diversificación de tratamientos; diferentes modalidades de tratamientos, diferentes recursos para las diferentes necesidades. Se profesionalizan los tratamientos.
Una noticia en un informativo del pasado 16 febrero a raíz de la muerte del actor Philip Seymour Hoffman por sobredosis nos retrocedió 30 años en una zancada, a una realidad espeluznante. En los últimos años en EEUU los adictos a la heroína han multiplicado su número por ocho.
Eso sí- Nos hablan de un perfil “diferente” de drogodependiente, aludiendo que en la década de los 80 el drogodependiente era una persona de clase baja, marginal. No es verdad. La heroína se cebó en todas las clases, también en esa clase media, en esa inmensa mayoría. El perfil fue solo una consecuencia más.
Las enfermedades infecciosas, la hepatitis, la mala alimentación, el VIH…provocaban el deterioro físico. La necesidad de dinero para comprar la heroína desembocaba en actos delictivos (robos, trapicheos, ventas ilegales…) . La situación de estrés continuo afectaba negativamente a la salud mental. Todas estas causas fueron creando el perfil de drogodependiente como persona marginal, deteriorada y delincuente.
Al escuchar la noticia pienso ¿Andamos en círculo? ¿Volvemos atrás?.
Desde hace unos años asistimos al desmoronamiento de esta red creada con tanto esfuerzo y sufrimiento, desmoronamiento amparado en recortes presupuestarios y en tipos de contrataciones que no permiten acceder a las pequeñas entidades que durante tanto tiempo han sostenido y han posibilitado la multiplicidad de tratamientos.
Prácticamente 30 años después de aquel primer Plan Nacional Contra la Droga nos encontramos con el cierre de la mayoría de centros de asistencia por falta de presupuesto debida a la falta de apoyo y colaboración de la Administración.
Tras 30 años durante los que muchos expertos ha estado llenándose la boca con la importancia de la prevención nos encontramos los recursos asistenciales públicos reducidos a un tratamiento ambulatorio medicalizado y saturado y la práctica aniquilación de centros asistenciales de media y larga estancia.
Siempre he considerado un privilegio vivir la juventud en aquella época. Porque los 80 no fueron solo devastación. También fue la época de la cultura y de los valores. De la libertad. Los que tuvimos la suerte de no ser esclavos aprendimos. Aprendimos a vivir y a sobrevivir. A no juzgar. A mantenernos de pie y a acompañar en la caída. A luchar juntos. A sufrir. Llevamos nuestras cicatrices y las llevamos con orgullo. Pero no queremos que se vuelvan a abrir. Y sobre todo no queremos que tanta muerte y tanto sufrimiento haya sido en vano.
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